Las conmemoraciones obligan al balance, al inventario de lo alcanzado, al cómputo de lo que falta. Si buscáramos una expresión que sintetice un arqueo del 50 aniversario del triunfo de la revolución cubana diríamos, si somos optimistas, una sola palabra: insatisfacción.
Los medios oficiales han puesto su énfasis en la historia, en el relato heroico del calvario transitado por los mártires, el sacrificio de todo un pueblo que resiste, las agresiones sufridas, el acoso del imperio. En segundo plano, escenas de niños que nacen, escolares de uniforme saludando la bandera, jóvenes médicos salvando vidas en los sitios más apartados del mundo.
Los críticos hacen su fiesta mostrando la cara fea de la realidad: las ciudades destruidas, las industrias obsoletas, las cárceles multiplicadas, los campos sin cultivar, la gente haciendo largas colas o colgada de un ómnibus repleto, jóvenes persiguiendo turistas, policías persiguiendo jóvenes y el mar salpicado de balsas atestadas de cubanos que escapan.
Si no somos optimistas tenemos que usar otra palabra: frustración.
¿Dónde están los extensos pastizales ocupados por las vacas más productivas del mundo? ¿Dónde, la nueva arquitectura resistente al clima; el vergel de frutas, viandas y vegetales; el eficiente y puntual transporte público, los sitios donde el obrero lleva a su familia a recrearse.
¿Dónde está el hombre nuevo, libre y pleno, dueño de su destino?
Un balance serio estaría obligado a responder con claridad la pregunta de si hay una relación favorable entre el costo y la gratificación, si ha valido la pena recorrer el largo y tortuoso camino elegido para arribar al sitio donde estamos. Cincuenta años después deberíamos estar en la posibilidad de, evocando a Camilo Cienfuegos, preguntarnos si hemos llegado ya al día en que podamos decirle a los caídos: “Hermanos, la revolución está hecha, vuestra sangre no se derramó en vano”.
Los críticos hacen su fiesta mostrando la cara fea de la realidad: las ciudades destruidas, las industrias obsoletas, las cárceles multiplicadas, los campos sin cultivar, la gente haciendo largas colas o colgada de un ómnibus repleto, jóvenes persiguiendo turistas, policías persiguiendo jóvenes y el mar salpicado de balsas atestadas de cubanos que escapan.
Si no somos optimistas tenemos que usar otra palabra: frustración.
¿Dónde están los extensos pastizales ocupados por las vacas más productivas del mundo? ¿Dónde, la nueva arquitectura resistente al clima; el vergel de frutas, viandas y vegetales; el eficiente y puntual transporte público, los sitios donde el obrero lleva a su familia a recrearse.
¿Dónde está el hombre nuevo, libre y pleno, dueño de su destino?
Un balance serio estaría obligado a responder con claridad la pregunta de si hay una relación favorable entre el costo y la gratificación, si ha valido la pena recorrer el largo y tortuoso camino elegido para arribar al sitio donde estamos. Cincuenta años después deberíamos estar en la posibilidad de, evocando a Camilo Cienfuegos, preguntarnos si hemos llegado ya al día en que podamos decirle a los caídos: “Hermanos, la revolución está hecha, vuestra sangre no se derramó en vano”.
La historia deja cicatrices en los pueblos, pero deja también enseñanzas. Por suerte, estos no serán los últimos cincuenta años de la existencia de Cuba como nación, por suerte no somos pesimistas y no tenemos que elegir, para expresar la síntesis de nuestro balance, la peor de las palabras: naufragio.
* Texto extraído do Portal desde Cuba, publicado em janeiro, 9.
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